Varanasi
por El Peregrino
Cada día, alrededor de las cinco de la mañana, tomaba un bote (¡mi botero se llamaba nada menos que Vishnu!) y recorría las orillas del Ganges hasta la salida del sol. Cada día me maravillaba el mismo espectáculo: de la oscuridad se pasaba lentamente a una luminosidad tenue, sutil, sobre el horizonte. Poco a poco las construcciones de Varanasi comenzaban a delinearse con un tinte anaranjado, y en las orillas comenzaba a verse una multitud de siluetas oscuras, sin rostro. En el fresco aire de la madrugaba, se sospechaba la inminente potencia de un evento luminoso, trascendente. Con el naciente color del cielo empezaban a verse hermosos vestidos y ropajes, púrpuras, amarillos, rojos, verdes, todos de una tonalidad hermosa, pura, casi cristalina. A medida que el sol pasaba de naranjo a rojo, de rojo a amarillo, los vestidos parecían cambiar de tonalidad, aumentar de brillo, juguetear con sus propias sombras. Las orillas del Ganges mostraban entonces un espectáculo imposible de describir en todo su esplendor: hombres y mujeres en su baño matinal, cargados de colores, telas, arrugas y niños, llevando el peso de una tradición que se pierde en el tiempo. Junto al color de las vestimentas y edificios, aparecían los colores de una infinidad de verduras y frutas, en venta en los mercados al borde del río. Y era como si la visión de los colores hubiese despertado a los demás sentidos; el aroma de las especias se mezclaba con el dulce aroma de las frutas, el sonido de los feriantes se mezclaba con el sordo sonido de las campanas de la iglesia católica y el llamado de las mezquitas.
Cada día, al ascender por la orilla veía dibujarse en el mismo lugar la silueta de un hombre quieto y silencioso en la posición del loto, cara al sol naciente. Cada día, al descender de vuelta a mi punto de partida, la figura ya había desaparecido. Esto se repitió muchos días, y la figura de aquel hombre, de alguna manera incomprensible, me perseguía.
Una tarde, caminando sin rumbo por una feria cualquiera, me detuvo una visión inesperada. Sentado a unos metros, lo vi. Estaba en un puesto de fruta; no estaba en posición de meditación, sino tan solo sentado, observando. Me aproximé lentamente, y al posar su mirada sobre mí, el hombre sonrió: una sonrisa simple, simple e indescriptible en su belleza infinita. Y fue algo desconocido y antiguo lo que estalló dentro de mí. En aquella sonrisa estaba toda la eternidad… todos los sueños y miradas, todos los rostros y recuerdos, sonidos, imágenes, dolores—la boca misma de Krishna—. Tuve deseos de arrodillarme frente a él y quedarme a sus pies, de compartir ese aquello que nadie más podría comprender, de escuchar su sonrisa por siempre. Pero algo en mi interior, o quizá algo de mi interior reflejado en sus ojos, me decía que no eran necesarias las palabras, que él lo sabía… lo sabía todo. Me acerqué, me incliné y le dije, con un nudo en la garganta: "Namasté, Babaji". Él continuó con su sonrisa infinita y tan sólo inclinó levemente su torso, moviendo su mano derecha muy quedamente, en un saludo de una pureza inexpresable.
Y eso fue todo.
Aquel hombre con el que no crucé palabra y que tan solo vendía fruta, sin tener pretensiones de sabio o de discípulos, aquel hombre que no andaba por las calles como si fuese un "hombre santo" ni posaba para las fotografías o solicitaba dinero alguno, aquel hombre con su humilde y profunda sonrisa, es el más grande que jamás haya tenido frente a mí. Es Vasudeva observando, silencioso, las aguas del río; es el rocío en la rosa, la brisa en primavera. Es la eternidad, reflejada en las turbias aguas del Ganges.
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