Mangos
Una jungla gigantesca, apabullante. Ramas codiciosamente verdes se extienden por sobre el camino de tierra y piedras, dando la impresión de que se lo tragarán para siempre en cualquier momento. Salvo por el viento y el trinar de extraños pájaros, el silencio es aplastante. De no ser por el camino mismo claramente trazado por manos o tecnología humanas, podría encontrarme en cualquier era geológica; podría ser el único ser humano sobre la tierra. Después de varios días de soledad, me siento cansado y hambriento. Sin embargo, el sonido del viento y el verdor interminable me dan una alegría muy difícil de describir. La soledad es palpable, y sin embargo no me siento solo. No he hablado en días y no se bien en donde me encuentro, y sin embargo no me siento perdido. Quizás es este verdor, agresivo e infinito, el que me llama y acompaña. Camino lentamente por el camino de tierra. Es un camino en mal estado, pero es claro que tiene uso. Es suficientemente ancho como para acomodar un vehículo. Debe ser cerca del mediodía y hace bastante calor. La mochila en la espalda me pesa, más aún cuando no he comido por muchísimas horas (¿o días?), y escucho el ruido de un motor en la lejanía. El ruido se escucha cada vez más cercano, hasta que no tengo dudas de que se trata de algún vehículo que se aproxima. No sé si en la misma dirección que camino o la contraria, pero considerando que no sé dónde estoy en realidad da igual; puedo pedir que me lleve a donde sea que vaya.
Efectivamente, unos minutos después pude ver un camión destartalado que iba, por coincidencia, en la misma dirección en la que yo, cansino, caminaba. Al llegar junto a mí, levanté la mano en la clásica señal de pedir ser llevado—señal tantas y tantas veces utilizada a lo largo de mi vida. El camión, que iba de todos modos muy despacio, se detuvo. El chofer, sin decir palabra, me hizo un gesto con la cabeza indicando la parte trasera. Era este un vehículo muy antiguo, que de seguro vio muchos años e historias, mundos que quisiera conocer profundamente. En cierta medida este camión, pienso, sabe tanto más de la vida que yo. Tiene altas barandas de madera, y cuando subo me doy cuenta que, sorpresivamente, está lleno de personas, todos locales. Hay hombres y mujeres y la gran mayoría de ellos cargan con muchísimos años encima, aunque debo reconocer que la vida bajo el sol, y el trabajo de la tierra genera muchísimos surcos en la piel; quizá no sean tan viejos como me parece. La mayoría están sentados, pero hay unos pocos de pie, apoyados en la baranda. El más cercano me ayuda a subir, con una diáfana sonrisa en el rostro. Me miran con curiosidad y en la gran mayoría veo sonrisas amistosas. Al parecer no hay uno solo que hable mi idioma. Escucho conversaciones en lo que me parece es quechua. Muchos de ellos beben de botellas de vidrio. En el fondo del camión y bajo un toldo, hay una cantidad no despreciable de mangos, algunos en cajas de cartón, otros sueltos y rodando.
Es quizá algo en mi mirada lo que traiciona mi hambre o quizá algo natural en la bondad de aquella gente, pero uno de ellos, con una sonrisa inolvidable, hermosa, amable, infinita y desdentada, toma un mango y lo corta con un pequeño cuchillo, ofreciéndome su tierna y hermosa pulpa. Otro de ellos me ofrece beber de su botella –un líquido transparente que me pareció agua. Tomo el mango cortado en mis manos, al tiempo que bebo de la botella. Comprendo que no es agua –es chicha de maíz, con un grado alcohólico nada despreciable- y algo en mi rostro al probarla genera risas amables de todos los que me rodean. El gusto es agridulce, nada malo en verdad. De hecho, no era primera vez que la tomaba... sin embargo, el mango, curiosamente, jamás hasta ahora lo había probado. Su aroma dulzón ya me fascinó, mas cuando lo probé el mundo cambió. Es probable que hayan sido las hermosas circunstancias, perdido en una jungla, en un camión rodeado de gente antigua y sabia a la que amaría comprender, pero no puedo ni por lenguaje ni por costumbres; es posible que haya sido por los días sin comer, o es posible que haya sido una combinación de ambas cosas, además de quien sabe que otros caóticos factores. Pero en ese momento mi sensación fue de estar probando el alimento más exquisito que jamás antes hubiese probado. Un manjar de dioses, ambrosia, soma, o algo muy por encima de mi humana naturaleza. Mi rostro debió también reflejar el éxtasis, pues las risas se multiplicaron. Luego de saciar mi hambre con uno, dos mangos, y de beber bastante chicha me senté junto a un hombre que sonreía, y que puso su mano en mi hombro en un gesto que iba más allá de la amistad. Era entrega, era comprensión entre nuestras culturas, era olvido de las diferencias, era compartir vidas y mundos tan distantes en un solo abrazo. Eran sus recuerdos y los míos unidos, su vida y la mía entrelazadas. Le sonreí y lo abracé de vuelta, con lágrimas en los ojos—agradecimiento a su entrega, a la entrega de todos ellos hacia un ser extraterrestre como yo, agradecimiento al sabor del mango, a la sensación embriagante de la chicha, a la jungla, al camino y al camión antiguo, a la vida misma por poder entregarme momentos como éste, momentos que entonces ya sabía serían inolvidables. Hasta el día de hoy, muchísimos años después, el sabor del mango está unido a este recuerdo. Y a través del recuerdo me siento unido a esas vidas desconocidas. Es muy posible que la mayoría de ellos ya no estén en este mundo. Es muy posible que sus vidas y recuerdos se hayan extinguido—incluyendo el recuerdo de ese ser extraño que un día compartió con ellos la chicha y el mango en un camión—y es muy posible que parte de mí haya partido con ellos. Pero mi recuerdo es tan real como el sol que veo hoy a través de la ventana, tan real como la brisa en mi rostro o el sonido de las hojas, y no puedo dejar de sentir que quizá parte de ellos sigue aquí hoy, conmigo, reflejados en el mismo espejo, abrazados sobre la misma baranda.
by El Peregrino
Comments